¿Debemos los homosexuales buscar la normalidad?





Veo a un chico guapísimo. El primer plano de su rostro tiene facciones angulosas pero no secas. Veintitrés años, veinticuatro. La piel es morena sin excesos. Lleva el pelo corto, rubio, con un flequillo revuelto que le cae hasta la mitad de la frente. La barba, de pocos días, está desarreglada y le da un aire audaz. En los ojos, como se sabe, está el núcleo de la belleza. Los tiene de un color azul suave, transparente en algunas partes, y su expresión es de desvalimiento: observa lo que hay frente a sí con un cierto gesto de éxtasis, entregado a ello, pero la mirada se le pierde en la indefensión. También los labios, entreabiertos, reafirman esa mueca de ternura: parece frágil, bondadoso, sensible.

Abandonamos el primer plano: el chico está en el Lab.Oratory, un club gay de sexo berlinés. Solo lleva puestos unos calzoncillos rutinarios, poco pecaminosos, que refuerzan su imagen de mansedumbre. Es el principio de la madrugada y el local bulle: trescientos, quinientos hombres de todas las edades medio desnudos y enredándose en escenas eróticas. El chico está al pie de un sling en el que hay tumbado otro chico que le hace insinuaciones, le llama con un ademán de la mano. El segundo chico está completamente desnudo y se masturba. Acaba de ser penetrado por un negro gigantesco y quiere ahora que le penetre el chico frágil. Éste se acerca indeciso, un poco sorprendido –a pesar de su belleza– de que le reclamen a él para ese empeño, que después de unos titubeos emprende entusiasmadamente, sin perder nunca ese gesto de asombro ante la vida que le hace memorable.


“LA PERVERSIDAD ES LO QUE SIEMPRE HAN DICHO QUE TENÍAMOS. LA TERNURA ES LO QUE SIEMPRE HEMOS RECLAMADO TENER”


Llevo muchos años reclamando la vulgarización gay, pero tal vez ahora, en las vísperas de la vejez, esté teniendo un arrepentimiento. La escena paradójica del Lab.Oratory –la ternura perversa– y la lectura del libro de Luis Alegre Elogio de la homosexualidad me han hecho dudar. Es verdad que la vida en el filo de la navaja es muy cansada y suele acabar como el rosario negro de la aurora. Es verdad además que las vidas ‘desordenadas’ son siempre un poco subversivas y por lo tanto encuentran más rechazo social que las vidas convencionales. Es verdad, en fin, que la mera biología suele poner las cosas en su sitio, y por eso era el muchacho frágil, y no yo, quien estaba en la boca del sling. Pero todas estas objeciones, que son las que me han hecho predicar tantas veces para el mundo gay el aurea mediocritas clásico –la dorada moderación, la búsqueda del vulgar término medio–, me van pareciendo ahora impugnables.

Luis Alegre sostiene que los homosexuales hemos tenido desde nuestra primera adolescencia una desventaja terrible que acaba convirtiéndose enseguida en un beneficio: nos vemos obligados a pensar y repensar nuestra identidad, quiénes somos, por qué somos quienes somos, qué hay en realidad en nosotros de diferente. Esa conciencia de nosotros mismos y del mundo, que un adolescente heterosexual ‘normal’ no tiene, nos permite acercarnos a la realidad de otra forma. Con menos prejuicios, con más imaginación, con otra vitalidad. También con menos miedo y con una capacidad mayor para correr riesgos.

El chico del Lab.Oratory tal vez acabará convertido en uno de esos hombres maduros y añosos que andaban también por allí masturbándose sin rumbo, solitarios, abandonados de todos. La pregunta que cabe hacerse, como siempre, es de qué modo merece la vida ser vivida y cómo se computa la felicidad. Y otra más: ¿debemos los homosexuales buscar la normalidad o soñar con el desorden? La perversidad es lo que siempre han dicho que teníamos. La ternura es lo que siempre hemos reclamado tener. Tal vez la ternura perversa sea el justo término medio que buscamos.

FUENTE: shangay




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