La homosexualidad no tiene cura





La homosexualidad no tiene cura. ¿Por qué? Porque no es una enfermedad.

Esto no es algo nuevo. Ya en los años setenta en Estados Unidos se excluyó de la lista de trastornos psicológicos contemplados en el DSM-III (manual utilizado en ese país tanto para el diagnóstico como para la investigación de trastornos mentales). Este manual, en sus nuevas versiones, sigue siendo ampliamente utilizado en ese país, como también en Chile, y en él se sigue dejando fuera a la homosexualidad como una patología. La homosexualidad tampoco es considerada una patología en la Clasificación Internacional de Enfermedades mentales (CIE-10), de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Más aún, la American Psychological Association (APA) declaró el 5 de Agosto de 2009, en una resolución que contó con 125 votos a favor y sólo 4 en contra, que a los profesionales de la salud mental no se les permite prometer la posibilidad de convertir en heterosexual a un paciente homosexual. Esta resolución no nace de un capricho, sino que se decidió luego una larga investigación, además del análisis de 83 estudios sobre el cambio de orientación sexual desde 1960.

Lo más grave es que no sólo no existen pruebas concluyentes de que un cambio de orientación homosexual o heterosexual sea posible, sino que además las técnicas propuestas para producirlo tienen grandes probabilidades de ser perjudiciales para la salud mental del paciente.

Sin embargo, a pesar de lo que plantean los expertos en el tema, la opinión de las personas muchas veces es distinta. No pocas veces me ha tocado recibir a un desesperado padre o una madre preocupada en mi consulta, pidiéndome que por favor “cure” a su hijo o que le diga que su homosexualidad es “tan sólo una fase”.

¿Cómo afrontarlo? Aunque lo más simple sería explicarles lo anterior, la reacción más probable sería que se fueran de la consulta sin estar convencidos, y simplemente buscaran un profesional que sí les prometiera una cura para su hijo.

Como ejemplo, les contaré cuando recibí a los padres de Pablo (este caso es real, sin embargo, los nombres han sido cambiados para proteger la identidad de las personas referidas en él, quienes revisaron y autorizaron esta publicación).

Ambos de estampa conservadora, tanto en lo religioso como en lo político, estaban desesperados por la noticia. Hace un par de semanas su hijo único les había pedido conversar y, sentados los tres en el living de la casa, les dijo que era homosexual, que lo había sido durante toda su vida, y que les contaba ahora que ya era mayor de edad.

El primer impulso de su padre, al enterarse de la noticia, fue echarlo de la casa, mientras su madre lloraba y le pedía a su hijo que por favor recapacitase, que asistiera a terapia, que lo hiciese por ella. Pablo accedió, y su padre le permitió seguir viviendo en la casa mientras se realizaba el tratamiento “para sacarle esta cuestión de la cabeza”.

Durante la primera sesión, a medida que el padre seguía hablando, decía que no sólo echaría a Pablo de la casa por su homosexualidad, sino que tampoco le pagaría la universidad ni le hablaría por un buen tiempo, por lo que quedaba claro que Pablo se beneficiaría de mi ayuda para manejar esta situación.

Le di un espacio entonces al padre de Pablo para que me hablase de sus miedos, ¿qué le preocupaba de la posible homosexualidad de su hijo? Mencionó la promiscuidad, el rechazo del resto, la dificultad para introducirse en el mundo laboral, entre otros.

Les pedí que la próxima semana viniera sólo Pablo, para poder conocer con calma y de primera fuente lo que pensaba. En esa sesión, Pablo llegó muy renuente a conversar, diciéndome que estaba aquí solo por la petición de su madre, pero que sabía que él no tenía nada malo y que no le interesaba el tratamiento.

Primero le pedí que me explicase de su orientación, desde cuándo sabía que era homosexual, cómo había sido para él ese descubrimiento y por qué había decidido contarlo ahora a sus padres. Si se fijan, es lo mismo que hice con su padre, es decir, darle un espacio. Cuando se dio cuenta que yo no lo juzgaba, y tomaba con naturalidad su orientación, fue soltándose y contándome con más detalle su historia.

En esta sesión y la siguiente, además de conocer la historia de Pablo, poco a poco fui intentando plantearle los temores del padre. Partiendo de la base que muchos de sus temores eran prejuicios, otros podían no serlo. A fin de cuentas, la homosexualidad es una minoría, aún discriminada por muchos. Hablamos y hablamos de que, aunque no era mi intención intentar que dejase de tener una orientación homosexual, sí podíamos ver cómo poder conversarlo de otra manera con sus padres.

Hace mucho tiempo había conversado con colegas sobre un caso muy similar, atendido por otro psicólogo. Aunque todos estábamos de acuerdo en que la homosexualidad no es una enfermedad, un colega nos hizo ver que el temor de los padres y de todos aquellos que sí lo creen, también merecen su espacio.

La clave era la empatía. De lado y lado.Trabajamos eso con Pablo. Primero, acerca de cómo todos tenemos miedos que no tienen una base real, pero no por eso dejan de asustarnos y de cómo cuando estamos junto a alguien con un miedo de esas características, no nos enojamos ni los dejamos solos, sino que intentamos hacerle ver al otro que no tiene nada de que temer.

Separamos entonces los miedos del padre en dos grupos. Los que sí nos parecían razonables, como temer que su hijo fuese discriminado laboralmente, de los que nos parecían sólo prejuicios, como la mayor promiscuidad entre los homosexuales.

Las sesiones siguientes las realicé con Pablo y sus padres. Era un espacio para hablar de los miedos, de las creencias de cada uno, sin que nadie juzgase a nadie. Primero se tenían que escuchar mutuamente. La cara del padre de Pablo fue cambiando a medida que se daba cuenta que su hijo entendía sus miedos e, incluso, compartía algunos de ellos. De la postura desafiante con que enfrentó a Pablo, ahora se mostraba más receptivo y volvía a verlo como su niño querido, que lloraba también con temor por las dificultades que él también vislumbraba.

Al finalizar la segunda sesión familiar, les ofrecí seguir viéndome con Pablo, para trabajar juntos sobre cómo vivir su orientación homosexual, cómo ir contándolo y a quiénes, y para sobre todo acompañarlo en esta nueva etapa.
Pablo, aún con lágrimas y de manera esperable, accedió.

Lo inesperado fue que tanto su padre como su madre también accedieron, agradecidos, y nunca más se acordaron que habían venido a pedirme que cambiara a su hijo.

FUENTE: Bio Bio Chile




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